En aquel tiempo cuando reinaba la Paz y la Justicia en la Tierra, Zenin,
dios todopoderoso y creador de todo cuanto existe, creó la raza humana. Hombres
y mujeres fueron creados del plátano y tuvieron como hogar los campos de
Manabí. Zenin se gozaba de su obra maestra, los hombres y las mujeres, pues del
plátano fueron creados sus huesos y su
carne y su alma la recibieron del soplo del aliento de su creador. Después de
haber sido creados, les dio la siguiente orden divina: “Hombres y mujeres,
hechura de mis manos, hoy les entrego toda la creación. Reciban todo en
abundancia. Todo es de ustedes. Y recuerden que siempre obedecerán mis órdenes,
solo a mí rendirán culto, solo yo debo estar en sus pensamientos. Ningún otro
dios deberá ser invocado por ustedes. Cumplan mis palabras y vivirán
eternamente felices”.
Todo era perfecto. Hombres y mujeres vivían en paz con la Naturaleza y
todos sus hijos. Sin embargo, Demin, hermano de Zenin, nunca estuvo de acuerdo
con la creación de los seres humanos, pues afirmaba que los dioses no necesitan
de seres mortales para existir. Envidioso siempre de su hermano por ser el
creador de todo y tener todo el poder sobre el Universo, decidió engañar a los
hombres y mujeres.
Cierto día, bajó a la Tierra convertido en murciélago y congregó a todos
los humanos en torno suyo y les habló de esta manera: “Hombres y mujeres, hijos
de Zenin, dios creador y regidor del Universo, escúchenme. Soy un enviado de
vuestro padre creador. Me manda decirles que cada uno se designe a sí mismo
dios de lo que ustedes deseen, pues él y los demás dioses han decido tener
representantes en la Tierra. Ha llegado el momento que los humanos sean como
los dioses”. Demin agitó sus alas y mediante ondas sonoras invisibles pudo
dejar grabado su mensaje en las mentes y los corazones de los humanos. Y como
el veloz relámpago ascendió velozmente hacia el cielo y desapareció.
Hombres y mujeres, simultáneamente, se fueron nombrando dioses regidores
de todo cuanto existe. Así surgieron los dioses de los ríos, de los mares, de
los vientos, de los volcanes, de las aves, de los felinos, de todo lo que
puebla la tierra. Demin los engañó hasta el extremo. Zenin no se había
percatado que sus hijos estaban corrompiéndose por el deseo desenfrenado de ser
dioses. Zenin se asomó a los balcones de su morada celestial y pudo darse
cuenta que hombres y mujeres empezaron a luchar entre ellos por ganar cada uno
su respectivo espacio. Al ver tremendas abominaciones, llamó a Kuntur, su fiel
cóndor y juntos, más veloces que la luz, descendieron a la Tierra. Hizo
escuchar su voz en toda la Tierra y congregó a sus hijos en torno a él. Lleno de
tristeza y enojo, les habló con estas palabras: “¿Qué les ha pasado? ¿Por qué
luchan entre sí? ¿Qué es eso de que ustedes son dioses de la Tierra? Yo soy el
creador de todo cuanto existe. Solo mis hermanos y yo somos los responsables
del orden del Universo, no ustedes. ¿Quién les ha llevado a comportarse así?”.
Habló uno de ellos que ostentaba ser el dios de los ríos: “Demin, hermano tuyo,
en figura de murciélago, vino en nombre tuyo, nos dijo que tú y los demás
dioses habían permitido que nosotros nos designemos dioses de lo que deseemos.
Dijo ser tu enviado, por tanto, obedecimos sus palabras y ahora cada uno
luchamos por tener nuestra parte en la Tierra”.
Zenin, después de haber escuchado las palabras del “dios de los ríos”, pronunció
con voz potente el siguiente designio: “Hombres y mujeres, hechura de mis
manos, por haber obedecido las palabras de Demin, hoy los castigo por toda la
eternidad. Dejarán de ser humanos y desde hoy serán ceibos. Vivirán eternamente con sus brazos extendidos hacia el cielo
suplicando siempre mi perdón, hasta que mi ira haya cesado contra ustedes y les
devuelva su antigua figura. Por haber querido tener su propio hogar, ahora
serán el hogar de las aves y los murciélagos. Crecerán muy alto por haber
dejado crecer su orgullo. Retendrán el agua en su interior para que puedan
vivir durante ciento cincuenta años. Nadie usará su madera. Vivirán para
siempre en el bosque seco. Para que ningún roedor acabe con ustedes, de su
tronco crecerán espinas que los protejan de ellos. El viento se encargará de
llevar vuestra semilla para regarla sobre la tierra y así perpetuar su especie.
De sus frutos, saldrá una lana que en otros tiempos usarán para rellenar
almohadas. La parte central de su tronco se ensanchará como si fuera a explotar
por haber deseado ser dioses. Ya cercanos a su ocaso, empezarán a secarse y
abrirse hasta caer envejecidos sobre la tierra. Todo esto se cumplirá hasta que
mi ira haya cesado contra ustedes y les devuelva su antigua figura. Y tú, Demin,
hermano mío, por haberte manifestado a la raza humana en forma de murciélago,
vivirás eternamente de esa forma. Dormirás de día y saldrás por la noche a
comer los frutos de la tierra. Por haber engañado a los hombres y las mujeres,
tu nuevo hogar serán los ceibos y vivirás ahí tú y tu descendencia hasta que mi
ira haya cesado. Desde hoy dejas de ser dios y serás para siempre murciélago.
Nunca más volverás a la morada eterna de los dioses”. Dicho todo esto, los
humanos quedaron convertidos en ceibos y los murciélagos pasaron a dormir
durante el día dentro de la nueva especie de árboles.